martes, 2 de diciembre de 2014

MoViDa MaDrIlEñA 4 ESO D

                                 
                 MOVIDA MADRILEÑA


                                         

Descripción:
 el cambio que caracterizó a la música ligera en los años de la transición democrática.

Envuelta en un diálogo con las modas anglosajonas –o con una versión algo idealizada de éstas–, la confraternidad de los rockeros madrileños estaba más dispuesta a creer en la improvisación que en el conservatorio, y cuando se trató de promover una versión particular de la New Wave londinense, los jóvenes músicos rindieron vasallaje a dos iniciativas, la reformulación de la moda y el carnaval urbano, acaso porque ambas servían para poner en escena el derecho a transgredir y la ambigüedad.
Sin ordenarse en jerarquías, desobedeciendo los letreros, aquellos jóvenes cultivaron la promiscuidad tabernaria, cambiaron el disfraz del hippismo por el del punk y luego empezaron a componer sin tener apenas nociones de solfeo.
Por obvias razones de fechas, a su ajetreo se fueron sumando cuantos deseaban celebrar las aperturas del posfranquismo, difundir un arte nuevo, usar un atuendo tribal, o simplemente, entregarse a los placeres nocturnos en condiciones mucho más felices.
En este vaivén de sonidos e imágenes se pudo observar una coincidencia con otros ciclos homologables.
Téngase en cuenta que en Nueva York, a mediados de los setenta, no era infrecuente satisfacer los placeres de la vanidad en el East Village, en factorías como la de Warhol o en esa variedad de grandes discotecas descritas por Nick Cohn en el New Yorker bajo el rótulo “Tribal Rites Of The New Saturday Night”.
A modo de documento, el film más famoso de John Badham, Fiebre del Sábado Noche (Saturday Night Fever, 1978), dramatizaba los rituales juveniles analizados por Cohn.
Al fin y al cabo, tanto la discoteca como la verbena establecen vías para tramar la red social. Ambas proponen contextos de particularidad, mediante códigos expresivos tan eficaces como el peinado y la vestimenta. Es así cómo la personalidad oculta, aquella que pugna por mostrarse, puede alcanzar un realce narcisista en la cazadora de cuero o en el flequillo coloreado.
No es casual que cualquier intento de descripción del punk –venero de la movida, anterior a la New Wave o eltecnopop– pase necesariamente por la descripción de un atuendo.
Como se sabe, este disfraz alternaba el uso de pantalones paramilitares con la parafernalia sado-masoquista –sin olvidar el rapado al estilo de los indios iroqueses–, y fue puesto de moda por la diseñadora Vivienne Westwood. A Madrid llegó por vía londinense, gracias a los partidarios de intérpretes como Iggy Pop, los Sex Pistols, The Clash y Siouxsie & The Banshees.
Si nos atenemos a los testimonios de la época, el primer personaje que adoptó esa máscara fue Olvido Gara “Alaska”, vocalista del grupo Kaka de Luxe
(Permítanme un inciso destinado a quienes desconocen la importancia de esa formación: con el paso del tiempo, germinaron a partir de Kaka formaciones como Alaska y los Pegamoides, Alaska y Dinarama, Fangoria, Parálisis Permanente, Paraíso, Fanny y las Más, McNamara, Bonezzi-St. Louis e Intronautas, entre otras).
Desde que en 1978 dicho conjunto obtuvo su premio en el Primer Concurso de Rock Villa de Madrid, organizado por el Ayuntamiento de UCD, su imagen coincidió con la demanda estética de la bohemia local.
En torno al puesto de Kaka de Luxe en el Rastro madrileño, empezó a reunirse un conjunto ecléctico, cuyo sentimiento comunitario acabó definiéndose a través de un curioso peterpanismo.
En clave de historieta, como si su propósito fuera dar a conocer los tópicos de la televisión, la serie B cinematográfica, el tebeo underground y otros temas marginales, aquellos jóvenes buscaron los canales alternativos que requería su oferta musical.
De forma oportuna, el flujo de las vanguardias también cruzaba el Rastro gracias a personajes como Ceesepe y Alberto García-Alix, cuya perspectiva del nuevo fenómeno se ubicó en una vertiente cada vez más respetable para el mercado del arte. De ahí que el deseo profanatorio del punk fuese utilizado para explicar una coincidencia de largos alcances, propia de aquel Madrid en tránsito hacia la modernidad.
La estética fragmentaria del Carnaval, recuperado para los madrileños en 1979, explica aquella primera coreografía de la movida.
Quizá valga la pena asociar el signo libertario del festejo carnavalesco con la diversidad que coloreaba locales como el Marquee o Rock Ola, sólo que en este caso los transgresores celebraban su privilegio al son de Paraíso, Tos, Alaska y los Pegamoides, Nacha Pop, El Aviador Dro y sus Obreros Especializados o Mamá, todos ellos presentados al público ese mismo año.




Cómo elegir un disfraz
Los conjuntos citados entendieron desde el primer momento que las metaliteraturas y los subgéneros les concernían como materia propia.
Resulta curioso comprobar, al hilo de ese diálogo, cómo en 1980 los músicos de Radio Futura se presentan en un congreso de ciencia ficción.
De igual manera, Rubi y los Casinos recrean la nostalgia pop –propia de los cómics de Bob Montana y de los musicales de Frankie Avalon y Annette Funicello– en su tema “Yo tenía un novio (que tocaba en un conjunto beat)”, y El Aviador Dro y sus Obreros Especializados, ataviados como operarios de una central nuclear, exaltan una multiformidad tecnológica derivada del cine de anticipación.
A la vera de este último grupo, otros conjuntos como Oviformia Sci, Terapia Humana y Los Iniciados recurren al mismo temario para inscribirse en la vanguardia musical.
Alaska es quien más se acerca, sin duda, a esa reinterpretación de los géneros menores, o más bien de los iconos de la sociedad de consumo.
En torno a 1981, cuando la joven define su intención mediática a través de una canción de Carlos Berlanga –“Quiero ser un bote de Colón / y salir anunciado por la televisión / qué satisfacción / ser un bote de Colón”–, comienza a ensayar peinados y maquillajes que irán haciéndola cada vez más similar a Yvonne de Carlo, sobre todo cuando ésta interpretaba a la vampira Lily Munster en una telecomedia que Alaska disfrutó en su infancia: The Munsters (1965).
No será la única en procurarse una imagen propia de los medios masivos: con menor convicción a la hora de diseñar su máscara, la cantante Luz Casal interpreta algunos de sus temas disfrazada como Elektra, una heroína del cómic norteamericano cuya popularidad se debe al historietista Frank Miller.
Cohesionados en torno a esta concepción populista de la cultura, no pocos artistas de la movida se modelizarán sobre una plantilla warholiana.
De semejante identificación –hecha de guiños que hoy resultan inequívocos– llegó a sacar partido el propio Warhol, de visita en Madrid en 1983, y agasajado por los principales protagonistas de esta corriente local.
No es fortuito que Dinarama (el nuevo grupo de Alaska) y el dúo Almodóvar & McNamara (Pedro Almodóvar y Fabio de Miguel) fuesen quienes animaron musicalmente la velada con la que se despidió al ídolo neoyorquino en casa de Hervé Hachuel.
El juego frívolo fructificó cuando este anfitrión millonario produjo Entre tinieblas (1983) y ¿Qué he hecho yo para merecer esto? (1984).
Con bastante ironía, Almodóvar es quien mejor ha evaluado la sensibilidad que compartían sus camaradas. Tal como se advierte en la enumeración de agrados e influencias que reproducimos a continuación, el cineasta sitúa el fenómeno madrileño bien lejos de la alta cultura: “La estética pop de los sesenta, antes de que se complicara con la trascendencia hippyorientalista. El glam, Bowie durante años, y Gary Glitter siempre. Las New York Dolls. Alguna cómica española, como Josele Román o María Luisa Ponte. Las películas de Berlanga, Warhol y Morrissey. Joe Dallesandro y todas las travestis, desde Holly Woodlawn hasta Divine. Grandes fracasos comerciales, pero filones, como BarbarellaCasino Royale Modesty Blaise y el peor terror. Las series televisivas (en esto yo no participaba mucho. Nunca fui muy televisivo). Russ Meyer: VixensSupervixens Beyond the Valley of Dolls, Gracita Morales, Morgan Fairchild. Y por supuesto, John Waters, Female Trouble y Pink Flamingos.
En otros términos: ese tipo de producción que agrada a los kitschmenschen, los hombres de mal gusto.
Los géneros cuyo rango decae, las versiones adulteradas, la falsificación utilitaria, y con un programa de mayor ambición, el pop–art.
Tampoco ha de olvidarse un repertorio audiovisual desinhibido, en la línea que indicábamos a propósito de Alaska: teleseries que son el paradigma de la transitoriedad, la peor categoría del cine efectista y melodramas triviales y adocenados.
Probablemente sea tan lúdico argumento lo que permite a un personaje como Almodóvar destacar la trayectoria de figuras como el erotómano Russ Meyer o como John Waters, responsable de títulos muy descomedidos, al estilo deMondo trasho (1970), Multiple maniacs (1971), Pink flamingos (1977), Female trouble (1975) y Desperate living (1977).
Por la misma senda, no extraña que distintos protagonistas de la movida alaben las colaboraciones entre Warhol y Paul Morrissey, por lo común interpretadas por el andrógino Dallesandro. Casi tan vano como la primera etapa de Waters, ese catálogo incluye Trash (1970), Heat (1972) y Sangre para Drácula (1974), entre otros productos escasamente memorables, aunque de habilidosa publicidad.
Donde Almodóvar delata su entusiasmo (compartido) por el pastiche es en la mención de Casino Royale (1967), un largometraje mediocre, paradigma del kitsch a pesar de su eminente equipo artístico.
Parodia lujosa de los films de James Bond –que a su vez traducen las novelas de Ian Fleming–, Casino Royale fue dirigida al unísono por John Huston, Ken Hughes, Robert Parrish, Val Guest y Joseph McGrath, y escrita por Wolf Mankowitz, Ben Hecht, Terry Southern, Billy Wilder y otros más.
Obviamente, fue éste uno de esos casos que forman parte de la mercadotecnia más trivial, pues no hay obra que pueda sostener semejante cruce de talentos. De todos modos, lo importante era el rótulo en la marquesina, la acumulación fulgurante y la estadística profesional.
Aun sin estas observaciones, resulta evidente que la substancia de Casino Royale reside en su rango de sofisticada adulteración. Al igual que sucedía con las serigrafías de Marilyn o los botes de sopa Campbell’s made in Warhol, la autoría de dicho largometraje es una cuestión a discutir, desconcertante y generadora de contradicciones.
Por lo demás, el film digiere un sinfín de materiales sin espesor intelectual, acaso en la línea seguida por el glam rock, esa corriente que yuxtapone música ligera, ornamentos propios del cabaret, fetichismo homoerótico y aportes del cómic de superhéroes y de dos géneros tan aptos para el pastiche como el terror y la ciencia ficción –veánse, para comprobarlo, los vídeos donde se recogen las actuaciones de estrellas del glam como Marc Bolan & T-Rex, Cockney Rebel, Gary Glitter, Slade, Suzi Quatro, Electric Light Orchestra, Sweet o Queen–. A la vuelta de este repertorio, hay un gusto por autores como Philip K. Dick y Ray Bradbury –un cuento de este último inspiró a Bolan el nombre de su banda–, y tampoco es casual que los films vinculados con más firmeza a la estética glam sean Barbarella (1968), de Roger Vadim, El fantasma del paraíso (Phantom of the Paradise, 1974), de Brian de Palma, y The Rocky Horror Picture Show (1975), de Jim Sharman.
Todos ellos, como luego veremos, figuran asimismo entre los títulos predilectos de quienes construyeron la movida.
A pesar de su encanto, en este baile de disfraces madrileño hay poco de original. Una década antes, Elton John ya interpretaba en los escenarios ingleses su canción “Rocket Man” vestido como el Pato Donald.
Con esa fachada, el intérprete se alistaba en la confraternidad carnavalesca del glam rock, que por aquellas fechas adquiría una dimensión extramusical. Por ejemplo, en 1972, el mismo año en que Gary Glitter cantaba “Rock'n'Roll Pt2” y Sweet ofrecía al mercado discográfico su “Little Willy”, David Bowie disfrutaba del éxito logrado por dos álbumes, “Hunky Dory” (RCA, 1971) y “The Rise and Fall of Ziggy Stardust and the Spiders form Mars” (RCA, 1972), regidos por códigos de la ciencia-ficción más diáfana.
Caracterizable como un personaje de cómic, la gran dama Ziggy Stardust –álter ego de Bowie sobre el escenario– era un marciano andrógino, multicolor y distinguido, cuyas semejanzas de familia, muy precisas, lo acercaban al personaje que el propio cantante interpretó en The Man Who Fell to Earth (1976). Hoy olvidada, esta película de Nicolas Roeg ponía en imágenes un libreto de Paul Mayersberg que a su vez se inspiraba en la novela de anticipación escrita por Walter Tevis.
Coronando la máscara, es fácil comprender que la remisión intertextual de Ziggy Stardust tuviese un contorno cinéfilo, dado que Bowie ya había triunfado en 1969 con la canción “Space Oddity”, donde la cita extramusical procedía del largometraje 2001: A Space Odyssey (1968) y de un relato de Arthur C. Clarke, The Sentinel, en el cual se inspiraba esta película de Kubrick. Al margen de todo ello, otra de las actitudes del músico británico –la ambigüedad sexual– se identifica con uno de los nombres alternativos del glam: también denominado gay rock (Para aclarar tales afinidades, es recomendable un texto de Eduardo Haro Ibars: Gay Rock, en edición de Júcar, 1975).
Si nos atenemos a su particular metamorfosis, resulta obvio que Alaska considera a Bowie digno de ser emulado: imita sus maquillajes y la constante mudanza de su atavío, comparte su cinefilia y también su afición a la novela popular y las lecturas ocultistas –Bowie es un admirador de la teosofía y de fraternidades herméticas como la Golden Dawn–. De hecho, la cita de este creador se insinúa en la canción “Rey del glam”, editada por Alaska y Dinarama en su álbum Canciones profanas (Hispavox, 1983).
No hay duda de que median relaciones sistemáticas entre el cantante británico, Alaska y la ciencia-ficción. Para confirmarlo, nos resulta muy útil el siguiente ejemplo. Un quinteto de fama, Radio Futura, incluye en su primer álbum,Música moderna (Hispavox, 1980), la canción “Divina”, versión del tema musical “Ballrooms of Mars”, de Marc Bolan. Dedicada a Alaska, la letra conjuga todos los tópicos que venimos glosando: “Divina, estás programada para el baile / y en la brillante nave te deslizarás. (...) Suavemente abrazada a tu robot impasible, / bailaremos toda la vida en los valles de Marte. / Tú hablas de la luz, y yo hablo de la noche / cuando los monstruos tienen nombre de mujer. / David Bowie lo sabe y tu mami tambien, / hay cosas en la noche que es mejor no ver”.
Algunos compañeros de la vocalista (como, por ejemplo, Nacho Canut) también se aventuran a imitar a coetáneos de Bowie, como por ejemplo Marc Bolan, otro pierrot dorado y excéntrico. En este punto cabe advertir cómo, pese a un cultivo del feísmo punk durante su primera etapa, la movida deviene en recuerdo permanente del derroche iconográfico planificado por el glam.
Un recuerdo obvio en artistas como Tino Casal o Almodóvar & McNamara, y que aún actualizan las colaboraciones discográficas de Fabio McNamara con Luis Miguélez, por ejemplo Rockstation (Boozo, 2000), donde hallamos referencias a Gary Glitter, Ziggy Stardust y The Rocky Horror Picture Show.
Lejos de contradecir los modos de Bowie y compañía, Miguélez, guitarra de Alaska y Dinarama, y Fabio McNamara, colaborador de Pedro Almodóvar, defienden una estética estrafalaria –la propia del glam– que el malogrado Carlos Berlanga, otro de los protagonistas de la movida, también puso de manifiesto en las producciones que llevó a término en solitario –especialmente Impermeable (Elefant, 2000)–, donde tampoco escasean los guiños al cómic, el cine fantástico y la tele-realidad.
Tino Casal, otro alegre partícipe a esta fiesta, abordó la lectura del glam provisto de una apariencia tan sobrecargada como la de Carmen Miranda. Es verdad que, desde cierta perspectiva, su teatralidad se asemejaba más a aquella que en Inglaterra practicaron Queen y el propio Bowie, aún muy próximo a quien fue su maestro, Lindsay Kemp, sobre todo cuando este mimo y coreógrafo emprendía montajes como Salomé (1976) y Mr Punch's Pantomime (1977).
Por lo demás, Casal fue un galán ostentoso, de cuyo vestuario pueden elegirse ropajes propios de un superhéroe de tebeo junto a otros que no hubieran desagradado a Wladziu “Walter” Valentino Liberace, aquel pianista norteamericano que se hizo tan popular en los casinos de Las Vegas por la llamativa singularidad de su atavío kitsch. Semejanza no casual, ya que este rasgo, hoy específico de las drag queens, fue pródigamente utilizado por Tino Casal durante la promoción de su primer álbum, Neocasal (1981), un disco donde el artista seguía las ideas de Bowie y Bryan Ferry, a quienes conoció durante una larga estancia en Londres.
Desde el punto de vista compositivo, la canción más divulgada de aquel vinilo, “Champú de huevo”, logra el clímax delglam rock español. Carece de pretensiones melódicas, ejerce una saludable ironía y además sirve como marca de los hábitos de la movida. No obstante, hay otros tres cortes de este registro que elaboran el resumen más acabado de cuanto llevamos dicho.
Así, en “Stupid Boy” Tino Casal vuelve a los géneros cinematográficos e incluso menciona al extraterrestre que inventó Bowie: “Watching television / I say hurray! Hurray! Hurray! / Stupid Boy! / Rollin’ like a robot queen. / Nosferatu's sucking blood. / Ziggy Stardust's coming back / Asking new romantic love”. En otra de sus canciones, “Goodnight Hollywood”, reitera ese mismo horizonte de expectativas, muy ligado a la mitogenia popular: “En tu cielo centesimal / fue creciendo mi admiración. / Al contemplar a King Kong, / a Fu-Manchú, a Peter Pan. / Goodnight Hollywood”. Por último, figura en el registro un tema musical “Life On Mars?”, compuesto por David Bowie para su álbum Hunky Dory.
A modo de digresión, viene al caso aclarar que en esa entrega del inglés figuran las canciones “Andy Warhol”, de obvia dedicatoria, y “Fill Your Heart”, escrita por Paul Williams, quien era justamente el autor de El fantasma del paraíso, ese musical que, como dijimos, tanto impresionó a los integrantes de Kaka de Luxe.
Primera impresión: si dejamos a un lado la simpatía por los contenidos que abarcan los párrafos anteriores, nada o casi nada hay de común entre los jóvenes creadores de aquel Madrid postfranquista. “Lo único que cambió –lo dice Bernardo Bonezzi– es que empezó a haber una vida nocturna como nunca había habido. Pero la gente estaba muy desorientada, lo mezclaba todo. (...) Si esos años son claves, que no lo sé, lo serían por la riqueza y la variedad, no por un espíritu común. Salieron grupos muy interesantes, pero muy diferentes. En lo que no estoy de acuerdo es en ese término de movida. Nadie lo estuvo nunca".
Desde luego, muchos de sus colegas coinciden con Bonezzi en que la movida es un slogan tan afortunado como discutible. En realidad, lo que quizá este músico no parece advertir es que sí hubo un sustrato compartido, sólo que no relativo a un estilo dominante, sino a una determinada postura ante los medios de masas, muy proclive a esa alegría carnavalesca que proyecta el glam rock.




La seducción de la cultura de masas
Bowie y Warhol reúnen con perfección singular los datos antropológicos de ese fenómeno desbordante que llamanos éxito mediático. A imagen suya, Alaska quiso bien pronto ser un bote de Colón / y salir anunciada por la televisión. Claro que a la publicidad televisiva no se accede por puro afán, pero es posible –hoy más posible que entonces– atraer su interés: si ofrecemos escándalo, transgresión o alguno de sus síntomas, nos proveerá a cambio de un seguimiento plebiscitario.
Como los héroes del glam, la joven cantante muy pronto entendió que su colorista presencia, en contraste con unas maneras muy mesuradas, hacían de ella un fenómeno catódico con muchos argumentos a su favor. Síntesis de los prestigios masivos, esa gloria de Alaska fue el coronamiento de una carrera que, antes de llegar a la pequeña pantalla, avanzó en la prensa y en la radio, dos medios fundamentales para potenciar la fama de cuantos hallaron en Madrid la lógica de la modernidad.
Desde luego, aquella fiesta libertaria dispuso de boletines oficiosos y también oficiales. Entre las publicaciones que registraron las mudanzas de la movida destaca la revista musical Disco Express (1968–1980), donde escribieron Jesús Ordovás, los hermanos Auserón y Fernando Márquez.
Por las mismas fechas, este último publicaba un fanzine, MMMUA, cuyo ánimo desobediente lo emparentaba con otras publicaciones irregulares, como Lollipop, Ediciones MoulinsartEditorial del Futuro MétodoLa Pluma Eléctrica y96 lágrimas, distribuidas en los principales enclaves de la innovación madrileña, entre ellos la Galería Moriarty, cuya fundación se debe a Borja Casani, Lola y Marta Moriarty.
A partir de noviembre de 1983, los gerentes de la citada galería siguieron el esquema del Village Voice neoyorquino, y presentaron en sociedad una revista, La Luna de Madrid, que pasó a dirigir Casani en clave snob. Entre los colaboradores, figuraban varios de los contertulios que se reunían cada jueves en Moriarty: Pedro Almodóvar, Ouka Lele, Ceesepe, Alberto García Alix y El Hortelano.
Distinguiéndose en ese juego mundano, Ouka Lele, Alaska y Ceesepe ya habían aparecido en el primer número del fanzine Dezine, publicado en mayo de 1980. A su lado, otros creadores fueron mimetizándose con esa vanguardia popular que primero se denominó Nueva Ola y más tarde admitió el nombre de movida.
Observada en el tiempo, parece claro que la etapa de apoyo institucional coincidió con el Gobierno municipal de Tierno Galván, personaje clave en la difusión y patrocinio de aquella novedad madrileña. En última instancia, dos de las revistas que aparecieron durante ese periodo definen la progresiva estilización y decadencia de esta corriente, sobre todo en ámbitos como el articulismo, el cómic y la fotografía. Nos referimos a Madrid me mata, editada entre el verano de 1984 y mayo de 1986, y Madriz, que llegó a los lectores desde enero de 1984 hasta el invierno de 1987.
El altavoz más eficaz de la movida fue la radio. Desde 1977, la emisora Onda Dos apoyaba las nuevas tendencias musicales de la capital gracias a locutores como Rafael Abitbol, Jesús Ordovás, Gonzalo Garrido, Mario Armero y Juan de Pablos. A partir de 1979, Radio 3 (RNE) acogió a muchos profesionales de Onda Dos, los cuales siguieron promoviendo la oferta capitalina.
Programas como Esto no es Hawai, de Jesús Ordovás, Aeropuerto Internacional, de Diego Manrique, y Tiempos modernos, de Manuel Ferreras y Fernando Poblet, fueron perfilando una rejuvenecida identidad madrileña. Identidad que también bosquejaron Paco Pérez Bryan (El Búho Musical, Radiocadena Española) y Moncho Alpuente (Las calles de Babilonia, Antena 3 Radio).
Cuando algunos de ellos pasaron a trabajar en televisión, la movida era ya un fenómeno ampliamente divulgado. Así, los espacios televisivos de Carlos Tena, Ángel Casas, Moncho Alpuente y Diego Manrique contribuyeron a moldear definitivamente aquella confluencia de mundanidad y talento.
El martes 17 de mayo de 1983, el segundo canal de Televisión Española comenzó a emitir La Edad de Oro, un programa diseñado por Paloma Chamorro y producido por José Luis Gracia. A lo largo de hora y media, músicos, cineastas y pintores catalogables en la posmodernidad daban muestras de sus habilidades, asociando de ese modo a Madrid con las nuevas tendencias del arte.
Al difundir ese modelo para destacar lo que significaba la movida, Chamorro tuvo la posibilidad de descifrar un fenómeno que muchos ignoraban.
Por medio de su programa, dio minutos de fama a grupos como Radio Futura, Aviador DRO, Gabinete Caligari, Golpes Bajos y Kaka de Luxe; y asimismo produjo y emitió dos mediometrajes: Amor Apache, de Ceesepe y Alberto García Alix, y Trailer para amantes de lo prohibido, de Almodóvar.
No faltan en la obra de este último referencias a la pequeña pantalla. Puesto a involucrar cine y televisión en un mismo plano, el director suele incluir espacios televisivos en sus películas, si bien caricaturizados con fin humorístico.
El último ejemplo de esta costumbre figura en Hable con ella (2001), donde la actriz Loles León interpreta a la presentadora de un programa sensacionalista. Como sucede en otros films del mismo cineasta, los espectadores ven la secuencia enmarcada por la carcasa de un monitor.




Cine y otras pasiones
Podemos preguntarnos si hubo un cine de la movida al margen de Pedro Almodóvar. Muy posiblemente el director manchego sea quien mejor haya rentabilizado la etiqueta, y quizá ésta le deba tanto que no pueda leerse sin su apellido.
En todo caso, carece de importancia que la prensa haya identificado a Almodóvar con esa corriente, pues dicha interpretación es unidireccional, y sólo atiende a la presencia de la modernidad madrileña en la gran pantalla, sin tomar en cuenta esa constante cita intertextual que acá nos preocupa.
Con esto nos acercamos a otro fenómeno, acaso el más fructífero, porque detalla la cinefilia cuando se traduce en términos musicales.
El anecdotario nos asegura que los principales artífices de la movida disfrutaron del cinematógrafo en sus facetas más accesibles, y lo que es más: su cancionero está lleno de indicios de esa especie. Con todo, estos cinéfilos observan una regla fundamental que ya hemos reiterado en estas páginas: la defensa de los géneros de arte menor, a los cuales disculpan su tosquedad estética y puerilidad argumental.
Hay razones para pensar que el aglutinante de esas afinidades fue el grupo La Liviandad del Imperdible, que a fines de 1977 se dedicaba a difundir la música punk y a discutir las virtudes de William Castle, un cineasta muerto ese mismo año y responsable de numerosas entregas de la serie B, como Serpent of the Nile (1953), Slaves of Babylon (1953),House on Haunted Hill (1958), The Tingler (1959), 13 Ghosts (1960) y The Old Dark House (1963).
De ello no hay duda: el autodidactismo y el descaro circense de Castle –una suerte de P.T. Barnum del cine popular– inspiraron a los componentes de La Liviandad del Imperdible, más adelante conocidos por el nombre del conjunto musical al que sirvieron de origen: Kaka de Luxe.
El fanzine que publicó este grupo, nombrado igualmente Kaka de Luxe, podía adquirirse en el Cinestudio Griffith, una de las varias salas de exhibición que en el Madrid de los ochenta ofrecían cine de género popular en sesión doble e incluso triple.
Entre ellas, figuraban otros cinestudios hoy inexistentes, como el Regio, el Bogart, el Fantasio y el Ideal. Este último, rotulado pomposamente “El Palacio del Terror”, exhibía películas de esa variedad, alternándolas con otro tipo de producciones, muy próximas a las tribus de la movida. A modo de ejemplo, cabe extraer de su programación películaspunk, al estilo del documental Dios salve a la reina (The Great Rock 'n Roll Swindle, 1980), de Julien Temple,proyectado por este cinestudio el 9 de junio de 1984, ante una ruidosa y no muy pacífica concentración de seguidores de los Sex Pistols (algunos de los cuales, por cierto, ya habían participado en la zapatiesta que siguió al estreno del film, durante la Navidad de 1980).
Al igual que sucedía en The Punk Rock Movie (1978), de Don Letts, y en D.O.A. (1980), de Lech Kowalski, Cha-Cha(1979), de Herbert Curiel, también ofrecía conciertos punk en su metraje, animado por la presencia de Nina Hagen y Lene Lovich. Como era de esperar, el film de Curiel apasionó a la concurrencia de esta sala madrileña (se exhibió entre el 2 y el 8 de enero de 1984, y desde el 4 al 10 de junio del mismo año).
Pero sin duda, la proyección más atractiva para las tribus urbanas –en especial aquella compuesta por los llamadosmods– fue la de Quadrophenia (1979), de Franc Roddam. Al narrar tan vívidamente el enfrentamiento entre las bandas de mods y de rockers británicos, este largometraje incitaba a la emulación de ese conflicto, y así fue posible comprobarlo en el Ideal, donde miembros de estas fraternidades decidieron desafiarse durante los pases (del 9 al 15 de enero y del 4 al 10 de junio de 1984; y del 18 al 24 de marzo de 1985). Menos belicosa, desde luego, era la audiencia de Pink Flamingos, de John Waters (27 abril de 1985) o de Pepi Luci Bom y otras chicas del montón, de Almodóvar (21 al 27 de enero de 1985).
Ocurre en la movida lo mismo que en el glam rock británico: el cine popular identifica sus principales referencias estéticas y conceptuales. De ahí que no sea anecdótico hallar a Alaska, Carlos Berlanga, Bernardo Bonezzi, Carlos Gurruchaga o Fernando Márquez entre los concurrentes habituales de la Filmoteca Española y de los cinestudios.
En estos casos, además del gusto por el cine, triunfa la mitomanía. Dos ejemplos: Alaska perfila sus cejas como su admirada Joan Crawford y Márquez funda un grupo musical, Paraíso, cuyo nombre recuerda el título de una de sus películas favoritas, El fantasma del paraíso, de Brian de Palma.
Va a ser Almodóvar quien reúna a personajes como los citados frente a la cámara. Así, Alaska protagoniza Pepi, Luci Bom y otras chicas del montón, y Bernardo Bonezzi compone dos canciones para Laberinto de pasiones, donde también aparecen otros representantes de la modernidad madrileña.
Al decir del propio realizador, “Laberinto de pasiones contiene casi todos los personajes más representativos de lo que se llama la movida: pintores, gran cantidad de grupos de músicos que, después, han tenido mucho éxito. De un modo tangencial intervienen personajes que luego han sido claves en esta época de Madrid, pero eso es de un interés más bien local".
El volumen misceláneo Patty Diphusa y otros textos (Anagrama, 1991) contiene un escrito de Almodóvar, “Venir a Madrid” (Diario 16, 1989), donde éste defiende ese reflejo de un Madrid explosivo, centro neurálgico del mundo, “donde todo pasaba o de todo se pasa”. Sin duda, esa perspectiva se aviene mejor a las premuras de la movida que la definida por otros cineastas. De hecho, el foco de la mundanidad madrileña desaparece en títulos como La próxima estación (1982), de Antonio Mercero, pese a contar dicho film en su banda sonora con canciones de dos grupos de la movida: Las Chinas y Los Zombies.
Otros dos artistas de la misma tendencia, Tino Casal y Nacho Cano, figuran entre los músicos de Sal gorda (1984), el film de Fernando Trueba. Con menor fortuna, Una pequeña movida (1982), de Vicente Sáinz, intentaba articular un Madrid trepidante y excesivo. Sin duda, pese a lo endeble de su guión, resulta más atractivo un largometraje como A tope (1984), de Tito Fernández, pues en él actúan los grupos más señalados del periodo: Alaska y Dinarama, Nacha Pop, Derribos Airas, Aviador Dro, Golpes Bajos, Gabinete Caligari y Loquillo y los Trogloditas.




La estirpe de Barbarella
Por cuanto llevamos visto, parece claro que la imaginería de la movida está llena de referencias al cine y también a la historieta, sobre todo a partir de una de sus facetas: aquella depositaria de las lindezas underground que firman autores como Robert Crumb, Vaughn Bodé y Richard Corben. Las alusiones al tebeo clásico son menos habituales, aunque tampoco escasean.
En torno a 1977, Carlos Berlanga editaba un fanzine llamado «Terry», en obvia alusión al personaje homónimo creado por Milton Caniff en 1934. Posteriormente, Berlanga intervino en otro fanzine, titulado como su conjunto musical, donde aparecían cómics hechos originalmente para esta publicación y otros de fuente ajena, tan alejados de severos trascendentalismos como Don Martin, el gato de Fat Freddy, obra de Gilbert Shelton.
Por esta época, Berlanga y su compañero, Fernando Márquez “El Zurdo”, se declaraban atraídos por los diseños de Jean–Claude Forest; en concreto, las planchas de Barbarella, con sus módicas dosis de erotismo y una actitud iconoclasta frente los tópicos de la ficción científica.
Calcada sobre el perfil de Brigitte Bardot, esta heroína intergaláctica se había dado a conocer en abril de 1962, fecha en que apareció su primera historieta en el número 566 de la revista francesa V Magazine. Con un claro estímulo comercial, Roger Vadim llevó al cine este tebeo, y dio el papel de Barbarella a su esposa, Jane Fonda.
El extravagante vestuario, obra de Paco Rabanne y de Jacques Fonteray, era muy afín al puesto de moda durante el apogeo del glam rock, y también hay detalles en la trama que reivindican el mismo parentesco. Quizá por ello Berlanga, Márquez y otros de sus colegas compartieron su embeleso por este largometraje de 1968, que revisaron en cinestudios y grabaciones videográficas. En primer término, esa atracción fue ilustrada por una figura: la Reina Negra del planeta Sogo, a quien encarnaba Anita Pallenberg. No faltará quien identifique a este personaje –una vampira desconcertante y lasciva– con el doctor Frank N. Furter, el travestido interestelar a quien dio vida Tim Curry en The Rocky Horror Picture Show.
Como ya hemos visto, este largometraje, elaborado a partir de la comedia homónima de Richard O'Brien, era otro de los referentes de la movida.
Llena de viveza, la película era proyectada en sesiones nocturnas, mientras el auditorio coreaba sus canciones ataviado como los protagonistas. A finales de los setenta, cuando los cofrades de La Liviandad del Imperdible se intercambiaban discos y cómics en el Rastro, también solían celebrar su entusiasmo por este musical, cuyo estreno tuvo lugar en una sala experimental del Royal Court Theatre londinense en junio de 1973.
Tras pasar por el King's Road Theatre y cruzar el Atlántico, se tradujo al cine en octubre de 1974, y en lo sucesivo, pasó a identificar esa incombustible afición por el cine de bajo presupuesto que asimismo cultivaban Alaska y sus camaradas. No en vano señala Fernándo Márquez que revisar The Rocky Horror Picture Show era para ellos una liturgia, y añade: “Siempre he considerado al Tim Curry del film como una de las caras de Dios”.
Vista en perspectiva, esta afición al cómic adquiere diversos perfiles. Ceesepe y Alberto García Alix fundaron la Cascorro Factory, donde se traducían y editaban tebeos underground norteamericanos. Carlos Berlanga dibujó una tira cómica: Olga Zana no se corta un pelo (ABC, 1988-1989), e ilustró para Almodóvar el cartel de Matador y los títulos de crédito de Trailer para amantes de lo prohibido. Márquez, al frente del conjunto Paraíso, interpretó la canción “Makoki” (Nuevos Medios, 1983), en torno al personaje homónimo, ideado por Felipe Borrayo y Miguel Gallardo en las páginas de Disco Express (nº 433, 1 de julio de 1977), y muy popular entre los lectores de la revista El Víbora, cuyo primer número llegó a los kioscos en 1979.
Con buen ojo comercial, esta publicación barcelonesa, además de imprimir las planchas de Makoki, editó los trabajos de Ceesepe y de otros artífices de la movida. Conviene aclarar que su competencia en este ámbito fue más bien escasa.
En noviembre de 1983 se distribuía el primer número de La Luna de Madrid, donde Rodrigo publicó uno de los mejores cómics de este florecimiento cultural madrileño: “Manuel” (1983–1984). Y a partir de enero de 1984, adquirió publicidadMadriz, una revista de historietas subvencionada por el Ayuntamiento, en cuyo número inaugural colaboraban El Cubri, Ceesepe, Federico del Barrio, OPS, Javier de Juan y Carlos Giménez. Obviamente, por lo que concierne al cómic, tanto La Luna como Madriz fueron productos anécdoticos, muy por debajo de la iniciativa catalana.
Dato curioso: aunque no se trata de una cabecera madrileña, El Víbora fue la principal impulsora del cómic más próximo a los atrevimientos de la capital. Así, editó dos trabajos de Almodóvar: la novela corta Fuego en las entrañas(col. Onliyú, 1981), ilustrada por Mariscal, y una telenovela hecha junto al fotógrafo Pablo Pérez Mínguez con Fabio de Miguel como protagonista, Patty Diphusa en “Toda tuya” (El Víbora, vol. 4, nº 32, 1982, pp. 72–84).
Llegado el momento de publicitar su primer largometraje, el cineasta encargó a Ceesepe un cartel en forma de tebeo. El propio Almodóvar explica cómo “el origen de esa película [Pepi, Luci, Bom] no es sólo la fotonovela, sino el cómic, y no oculto esa influencia ya que, entre algunas secuencias, utilicé dibujos que anunciaban la acción siguiente de manera condensada y dramatizada".
La mescolanza de lenguajes y estereotipos es de muy fácil comprobación. Tal y como se advierte, una y otra vez reaparecen el cómic y el cine masivo como posibilidades constatables en la movida, cuya progresión permite discernir ese paralelismo insistente con el pop art y el glam rock.
Sin duda, dentro del elenco de artífices madrileños fueron Juan Carrero y Enrique Naya, “Los Costus”, quienes fijaron con mayor efectividad ese inventario peculiar, inspirando con sus pinturas a Almodóvar y a otros visitantes de su casa-taller. Si en la exposición Ejemplos de Arquitecturas Nacionales y otros Monumentos (1978) los Costus retrataban a las “folklóricas” con usos de imaginería barroca, aquella otra muestra que titularon El Chochonismo Ilustrado (1981) era significada por los brillos de la prensa del corazón.
Con todo, su serie más conocida, El Valle de los Caídos (1980–1987), nos permite acabar estas líneas bajo el pulso carnavalesco. Y así, con disfraces inspirados en tan sombrío monumento, Fabio McNamara aparecía en un lienzo como La Fortaleza, Tino Casal servía de modelo a El Caudillo, Ana Curra era La Templanza, Alaska figuraba La Piedad, Bibi Andersen era mostrada como Carmen, Patrona de la Marina, y el propio Juan Carrero yacía como el Cristo de la Misericordia.
Si bien se mira, tan abrupta combinación de fetiches de prestigio franquista, referencias religiosas (muy poco respetuosas, es cierto) y figuras de un Madrid plebeyo, despreocupadamente noctámbulo, es una de las formas de acotar la movida: al cabo, un síntoma de esa apertura democrática, estimulante y cargada de porvenir.
Formado por 4 eso D: Carlos Montes,Raul Blanco,Fran Alonso,Javier Polo